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Cuando la tierra vuelve a las manos de las mujeres

Una tarde calurosa en Misiones, 27 años atrás, Miriam Samudio lavaba la ropa en el patio de su humilde casa del kilómetro 18 de Puerto Piray. Se había juntado

con su pareja hacía poco tiempo y cursaba algunos meses de embarazo. Su compañero había conseguido trabajo como motosierrista en la nueva empresa maderera que se instalaba en el pueblo, con un ingreso suficiente para sus modestas aspiraciones materiales. Con apenas 20 años, la principal preocupación de Miriam era ser una ama de casa diligente, para que a su familia no le faltara nada.

Lo primero que sintió fue el olor: pesado, agrio, que le dificultaba respirar. Al alzar la vista, vio una bruma espesa proveniente de la muralla de pinos implantados por la empresa. Era una fumigación con agrotóxicos. Alarmada, intentó buscar refugio, tropezó y no recuerda si llegó a desmayarse. Cuando abrió los ojos, estaba dentro de su casa, recostada en la puerta. Presa del pánico, tuvo el presentimiento de que ese instante la perseguiría toda su vida.

Para entonces, los pinos de Arauco S.A., una de las mayores empresas

forestales del mundo, ya habían invadido las tierras, secado los arroyos e intoxicado las vidas.
Ese fue el relato que contó varios años después al personal del Hospital Garrahan, cuando recibió el diagnóstico de que su hijo, de apenas diez años, padecía una enfermedad degenerativa que acabaría prematuramente con su

vida. Fue en ese instante cuando todo cambió. Allí nació la futura lideresa de Productores Independientes de Piray (PIP).Puerto Piray siempre fue un pueblo hecho de humo de fábricas y olor a monte. Durante décadas, la vida giró en torno a la madera y la pasta celulosa: jornales en la plantación, hornos que nunca se apagaban, familias enteras sostenidas por la promesa de un trabajo estable. La colonia misma surgió de la necesidad de la empresa Celulosa Argentina S.A. de mantener a sus trabajadores cerca. Pero todo cambió con la llegada de Arauco S.A. en la década de 1990. Con el gigante forestal entró también un nuevo modelo productivo: el agronegocio. Con la mecanización, el monocultivo no solo se expandió, también volvió descartable el trabajo humano. En ese escenario de crisis y abandono, fueron las mujeres quienes primero alzaron la mirada.

Ellas, que permanecían en las casas mientras los hombres salían al monte o a la fábrica, empezaron a notar lo invisible: el agua turbia, los suelos cansados, los cuerpos enfermos. La selva, convertida en plantación de pinos y eucaliptos, estaba dejando de alimentar.

“Nos dimos cuenta de que no podíamos seguir así. Que había que defender nuestra salud, nuestra tierra y a nuestros hijos”, recuerda Miriam, lideresa de la Cooperativa Productores Independientes de Piray (PIP), organización nacida de esa resistencia y que hoy agrupa a más de cien familias campesinas.

El camino no fue fácil. Hicieron falta años de reuniones, marchas y gestiones hasta que, en 2013, consiguieron lo impensado: una ley que expropió 600 hectáreas a la empresa Arauco para entregárselas a la cooperativa. Desde entonces, lograron que les asignaran 130 hectáreas, conquistadas para la soberanía alimentaria: tierras recuperadas de la lucha contra el monocultivo, hoy transformadas en mandioca, maíz, batata, maní y hortalizas cultivadas sin veneno. Allí, las familias volvieron a sembrar lo que alimenta, lo que arraiga, lo que da sentido.

Cada familia cultiva su parcela para el autoconsumo y, en las 20 hectáreas comunitarias, trabajan codo a codo para producir alimentos que luego viajan a ferias locales e incluso hasta Buenos Aires, de la mano de la Unión de Trabajadores de la

Tierra. Pero más allá de las cifras y los volúmenes de producción, lo que se respira en esas parcelas es otra cosa: la recuperación de la dignidad.
Esa dignidad hoy recorre ferias, asambleas y manifestaciones en todo Misiones, llevando esperanza, pero también la solidaridad forjada al calor de la lucha por la vida. “Porque para mí —reflexiona Miriam— la lucha es la vida entera. La semilla que guardamos, que sembramos, que compartimos… no es solo alimento. Es memoria, es sacrificio, es identidad y conquista. Es lo que somos. Y sin querer, queriendo, estamos escribiendo nuestra propia historia. Estamos abriendo caminos donde antes no los había”.

La producción agroecológica es la bandera.
Pero detrás de cada surco y cada feria late un entramado invisible que sostiene la economía y la vida cotidiana: el trabajo de las mujeres. Ellas no solo cultivan, también organizan, deciden en asamblea, impulsan proyectos y sostienen la dimensión comunitaria.

Uno de los emprendimientos más simbólicos nació precisamente de sus manos: Las Alfas de PIP. Alfareras que elaboran ollas de barro con la tierra ganada gracias a la resistencia campesina. Lo que comenzó como una capacitación se transformó en un espacio de producción, intercambio y, sobre todo, empoderamiento. “Fue un momento en que nos dimos cuenta de que, además de producir ollas, podíamos hablar de nosotras, de lo que nos pasaba como mujeres en la cooperativa”, cuenta una integrante del grupo.

Hoy esas ollas circulan en ferias y eventos, y se proyectan como una nueva fuente de ingresos para la cooperativa. Cada pieza lleva en su materialidad la memoria de la tierra recuperada, la fuerza de las mujeres que moldean el barro y la certeza de que la economía popular también puede

ser una forma de resistencia cultural. Resistencia que Miriam y Las Alfas evocan en cada gesto: “Celebro haber llegado hasta acá como mujer, como mamá, como compañera de camino, como parte del sector de

pequeños productores que pone el cuerpo y el alma en la tierra. Celebro poder mirar a los ojos a las familias, a quienes trabajan la tierra como yo, a quienes caminan junto a nosotras en esta lucha y a las organizaciones que nos acompañan con respeto y compromiso. Pero más que nada, celebro la vida que tenemos en nuestras manos”.

En un contexto nacional donde la agricultura familiar y la producción agroecológica se encuentran asediadas, las mujeres de PIP vuelven a marcar el rumbo. Con talleres, asambleas y proyectos de formación, se proponen no solo fortalecer la producción, sino también repensar los roles de género y abrir espacios de liderazgo femenino en una organización mixta.

En medio de la amenaza constante, Miriam recuerda que “la tierra es nuestra madre. Nos da alimento, nos da abrigo, nos da raíces. Pero también nos está pidiendo, a gritos, que la defendamos. Que la amemos. Que volvamos a escucharla. Y yo, como mujer, sostengo esa convicción. Me lleno de coraje y, desde este lugar, invito a otras

mujeres a que también se animen. Que encuentren fuerza en lo profundo, en lo espiritual, en lo colectivo. Que sepamos que no estamos solas, que cuando una se levanta, muchas otras lo hacen con ella. Y que esa fuerza, la que nace del amor por la tierra y por una misma, es capaz de cambiarlo todo”. Hoy su lucha continúa, día a día, por la salud de su hijo de 26 años, por el cuidado de su nieto de 6, y por el bienestar de las generaciones futuras.

En Puerto Piray, donde la fábrica alguna vez definió el destino de todos, ahora son las mujeres quienes señalan el rumbo. Su lucha transformó el dolor de la pérdida en un horizonte compartido: tierra recuperada, alimentos sanos y organización comunitaria.

Y cada cosecha, cada olla, cada feria es prueba de lo mismo: cuando las mujeres defienden la tierra, la tierra vuelve a defender la vida.